miércoles, 21 de mayo de 2014

Homenaje a Julio Cortázar en el Año Cortazariano.

    ¡Hola nuevamente a todos los lectores! Otra semana, y otra publicación. ¿Se dieron cuenta de que se está volviendo tradición el publicar los días miércoles? Bueno quizás no, pero yo, que escribo cada semana una nueva entrada para este blog, comienzo a verlo como una tradición, o una costumbre al menos. 
   Estamos en el Año Cortazariano. ¿Por qué? Treinta años de su muerte, cincuenta de la publicación de su gran novela, Rayuela, y por si fuera poco, cien de su nacimiento. ¿Qué este 2014 no es el Año Cortazariano? Dale amigo, cuentesé otra. 
   El escritor de nombre completo Julio Florencio Cortázar nació en Bruselas (Bélgica), -y aún así el hombre tomó la nacionalidad celeste y blanca -además de dedicarse a la escritura, se dedicó a la labor de traductor, y a la labor de la docencia. Publicó poesía, cuentos, novelas, ensayos. Su obra más destacada, o al menos más recordada, es sin lugar a dudas "Rayuela"; Una novela publicada por el querido escritor en donde nos encontramos con aquel romance lleno de altibajos en que se encontraban envueltos La Maga y Horacio Oliveira, un libro donde nos encontramos con una ambientación parisiense hermosa, donde el Jazz, la amistad, la filosofía y la metafísica juegan papeles exquisitos. Un libro de una narrativa sin igual y que pese a que es una obra de esas que se ven marcadas por una recepción que siempre se inclina hacia el amor o el odio, es una obra que no debe pasar inadvertida para ningún lector que sienta interés por el autor, o que se mueva a leerlo por simple curiosidad, o que quizás, tenga ciertas inquietudes literarias. "Rayuela", es -sin lugar a dudas -una obra que no puede pasarse por alto si lo que queremos es hablar de literatura en habla hispana. 
   Para ir terminando con esa parte de la publicación semanal en la que quien "habla" soy yo, voy a proponerles que en el presente año se dediquen a leer al señor que es motivo de homenaje. Aquellos que lo conocen van a hacerlo con mucho gusto seguramente, porque aquellos que lo conocen, saben de qué se trata. Aquellos que no, anímense. En la prosa y los versos de este tipo, vive una literatura que pide a gritos que vayas y la leas. ¿La vas a dejar ahí gritando en vano y clamando por vos? 

 Les dejaría ahora, algún fragmento de la genial novela "Rayuela", pero sería pecar por reduccionista pensar que puedo sintetizar la magnificencia de tan tamaña novela en un fragmento o un capítulo. Así que vamos a hacer una cosa, les dejo uno de mis cuentos preferidos de Julio y como regalito, un link de donde puedan bajar completita aquella novela que tanto les vengo nombrando. 




   Casa tomada (Bestiario, 1951)

         Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
         Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
         Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
         Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
         Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte mas retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
         Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venia impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
         Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
         —Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.
         Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
         — ¿Estás seguro?
         Asentí.
         —Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos que vivir en este lado.
         Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.


         Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
         —No está aquí.
         Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
         Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
         Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
         —Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
         Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
         (Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
         Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
         Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
         No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
         —Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
         —¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? —le pregunté inútilmente.
         —No, nada.
         Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
         Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

Link de la novela "Rayuela": https://mega.co.nz/#!BgVh3QKT!3sEjvZ6sJWrcHJbxcOpWdAwmkF7cDpB6N4N-r5cET4k


miércoles, 14 de mayo de 2014

Bosque y Olvido

¡Hola otra vez! Como todas las semanas, vengo a publicar algo nuevo. La universidad y el tema de viajar todos los días, no me está impidiendo publicar semanalmente, al menos de momento, y eso es algo para festejar. (¿Es algo para festejar?). En fin. Siguiendo la linea de la publicación anterior, les dejo algo de mi autoría. Un cuento que escribí hace algún tiempo y me gusta bastante. Yo espero que a aquellos que lean el relato, lo disfruten. Me limito ahora a dejarles el cuento y me retiro. ¡Hasta la próxima semana lectores!



Bosque y Olvido

“Todo lo que vemos y cómo nos percibimos, no es más que un sueño dentro de un sueño” 
Edgar Allan Poe.

     Abría sus ojos, un poco sorprendido por poder hacerlo, y otro poco asustado, muerto de miedo por dar cuenta de que se encontraba lisa y llanamente perdido. Sintió el frío acariciar su piel y constató que estaba desnudo. Observaba. Arboles a su izquierda. Arboles a su derecha. Todo se tornaba muy misterioso para aquel que acababa de despertar. Sentía una angustia en el pecho, un dolor de proporciones inmensas y monstruosas. Intentaba recordar cómo había llegado a ese sitio, y su mente solo le devolvía una página en blanco y unas imperiosas e indecibles ganas de llorar –Y patalear si le fuera posible –pues se esforzaba, ponía todas sus energías en ello. Pero solo lograba hacer rodar por sus mejillas alguna lágrima redonda como un balón de futbol. También acudían a su cabeza intensos dolores. Pensó que quizás fuera eso a lo que la gente llama migraña. 
     De un momento a otro el hombre levanto su desnuda humanidad de aquel suelo lleno de lodo, donde tampoco faltaba la hierba alta y las incalculables hojas doradas caídas desde las cúpulas de los altos arboles. Maldijo su destino para sus adentros. Alzó un grito lleno de furia hacia el cielo y fue a golpear su frente contra un robusto árbol que se alzaba imponente ante él. El golpe de la embestida fue seco, y el sujeto fue a caer nuevamente al suelo, entre el lodo y las hojas muertas (Pulvis es et in pulverum reverteris) su cerebro había sido sacudido con fuerza. La fuerza de su propia furia, la fuerza de un pasado que no podía vislumbrar. Pero esas palabras ahora se movían por su mente, giraban y giraban, ocupaban todo su pensamiento. Pulvis es et in pulverum reverteris. ¿Quién era él? ¿De dónde venía? ¿Qué MIERDA hacia en ese bosque?
      Se sentó y abrazo sus rodillas, hamacándose en forma histérica. De pronto algo hizo corto circuito en su cabeza. Una visión paso por sus ojos, como un flash back en alguna serie de televisión. Una larga y sedosa cabellera dorada. (El hombre se toca la cabeza, corroborando que era calvo). Ropas que le daban a su aspecto un aire de poder y soberbia. (Acariciaba sus brazos desnudos y se protegía del frío). Y una mujer. Una hermosa mujer abrazándolo, acariciando el contorno de su rostro y besándole tierna y suavemente los labios mientras una sonrisa cálida iluminaba su rostro. (¡El dolor! ¡El dolor!). 
     ¿Quién era? ¿Quién era él? ¿Por qué estaba ahí? Sus manos eran ásperas ahora. Supuso que en otro tiempo no habrían sido así; sus uñas eran como las garras de un depredador indomable. Un tigre, quizás. Sintió algo moverse en su interior al hacer esa observación, y comenzó a reír histéricamente, a arañarse. A llorar.

       (¡El dolor! ¡El dolor!)

-Dios. ¿Qué es lo que hice para merecer todo esto? –Dijo habiéndose calmado, quizás horas más tarde. 

       Nada. Oyó un pájaro cantar a lo lejos. Un grillo podía oírse frotar sus alas en forma estridente. La escasa luz que le llegaba hacía que su soledad y la falta de una respuesta para sus interrogantes fuese el doble, o tal vez el triple de agobiante. Sentía el corazón huero, y no podía dejar de pensar en esas imágenes (La mujer), en esa sensación de poder que había sentido al vislumbrarse vestido de aquella manera. Todo era confuso y angustiante. TODO. A cada momento y cada instante, sentía que estaba a punto de acabar con su vida y sus preguntas. Al final, decidió comenzar a caminar. Se incorporo con cierto trabajo, y al hacerlo tropezó y cayó junto al árbol que había envestido hace solo unas horas atrás. Se sentía desdichado. Dio un largo y profundo suspiro y luego se volvió a incorporar con ayuda de aquel árbol fuerte, imponente y macizo –El sabia que aquel ser de la tierra era fuerte y macizo- El también era un ser de la tierra en cierto modo. O eso se dijo para sus adentros mientras, aun sujetado al fuerte tronco, observaba la copa de aquel asta del bosque. Solo que él no era fuerte ni macizo. Era débil y frágil. Era una copa del más fino cristal. No había comparación alguna frente al titánico ser del que se sostenía. Por fin reunió fuerzas y tambaleándose de un lado al otro comenzó a caminar. Pasó a paso, pie a pie. El silencio resultaba dulce, y un tanto aterrador a la vez. El sonido del silencio hacia extrañar al sujeto situaciones que no conocía. Quizás su subconsciente recordara muy vagamente experiencias de reuniones con amigos, o cosas similares. Por aterrador que fuese el bosque, le resultaba bonito y se le antojaba lleno de paz. El hombre seguía, no obstante, repitiendo una y otra vez aquellas escenas en su cabeza. Su cabello. Ropas que lo vestían muy bien. LA MUJER. Los besos. Las caricias… Algo despertaba en el, una indómita sensación de impotencia y furia. LA MUJER. Su cuerpo comenzaba a acelerarse, y su ritmo cardiaco aumentaba casi al infinito. Las mismas preguntas de siempre, y las respuestas de la brisa. Un silbido, un largo y eviterno silbido, que lo llenaba de impotencia y le hacía sentir en su propio interior el inconfundible hedor de la muerte. Siguió a paso lento y torpe caminando entre árboles, arbustos y pequeñas lagunas. La humedad era realmente insoportable, y el calor hacia lo propio. 
     A medida que exploraba el bosque comenzaba a notar que esa soledad oscura y tenebrosa le gustaba. De un modo extraño le despertaba una simpatía particular. Las ramas crujían mientras el proseguía su larga marcha, a paso irregular y tambaleante. Un paso sin ninguna sutileza, desprovisto de todo equilibrio. Una sonrisa leve se dibujo en su rostro al pensar en aquello. Pues se sentía cómodo, aunque el dolor en su pecho y los interrogantes no dejasen de molestarlo. Él sabía que había cosas que averiguar, pero… ¿Estaba dispuesto a arriesgarse a abrir las puertas que tuviese que abrir, y encontrarse con lo que sea que lo esté esperando allí? Un horror indecible lo atropello entonces. Pero se dijo que sí. Se dijo que era un riesgo que quería tomar. Inflo el pecho, orgulloso de su valentía y miro hacia el cielo. El sol de la tarde se filtraba entre medio de las hojas de los incontables árboles de proporciones titánicas que se alzaban a su alrededor. Escucho un crujir de hojas, y unos pasos veloces cerca de él. ¿Le estarían siguiendo? ¿Espiándolo quizás? Tragó saliva y cambio su rumbo en torno al sonido que acababa de oír. Anduvo lo más rápido que pudo en pos de aquel ruido de pasos entre hojas crujientes, tierra húmeda y algunos solitarios charquitos de agua, pero no fue capaz de ver nada realmente. Y ahora se había alejado de ese camino apenas marcado que se encontraba siguiendo desde hacía un tiempo. Estaba perdido, aunque lo había estado desde aquel momento en que despertara. 
     Miró en derredor. Pudo notar que el bosque aquí era mucho más espeso y oscuro. No había ni el más mínimo rastro de modificaciones realizadas por el hombre. La belleza de aquella espesura era siniestra. En algún punto, aquello además de agradarle, le pareció familiar. No le recordó a nada, pero una sensación de haber estado ahí se instalo en su cabeza como una especie de Deja-vu. El sol comenzaba a regalarle a la tarde sus últimas caricias. 
       El hombre sigue marchando hacia adelante. Sin rumbo fijo, hacia el frente. Escuchando el rumor de aquel sitio, y aquella quietud que se le antojaba tortuosa, aterradora. El silencio antes de la tormenta. Después de andar algunos minutos más en aquella soledad, topó con algo que en verdad no esperaba –Aunque para ser exactos, aquel ser no esperaba nada realmente. Quizás solo la muerte- Una cabaña moraba allí en medio de la nada. El hombre la observo minuciosamente a la distancia, parecía que sus ojos iban a salirse de sus orbitas oculares. Se refregó los ojos una o dos veces. Pensando que quizás aquello fuera como los espejismos que aparecían a los caminantes del desierto. Pero nada de eso, aquello parecía tan real como todo lo demás, y tenía el mismo toque de todo lo que lo rodeaba, un toque oscuro y lleno de malevolencia. Hizo una profunda inspiración como para darse ánimos y comenzó a caminar en dirección a la cabaña. Pudo notar que transpiraba, y que la leve herida que se había ocasionado al envestir al árbol, ya había coagulado. Había llegado a la puerta y allí se detuvo, algo en su cabeza daba vueltas. Una visión atropello su mente entonces. Un caballo moro se movía entre el bosque, montado por el hombre y la mujer. Bajaban en aquella vivienda. Abrían la puerta… Y ahí estaba él, en la puerta.

miércoles, 7 de mayo de 2014

Sin Respuesta.


Sin Respuesta

   Llovía. Llamé cuatro o cinco veces a su teléfono celular. La incertidumbre, cicuta para el que espera. La luz. El trueno que le sucede. ¿Qué le habría pasado? Ella siempre me había atendido las llamadas, aunque por prudencia me volviera a bautizar aveces.  Me había llamado "Pá", "Vero", "Primo Cesar". No me enojaba. Yo la entendía. Ahora no atendía, y yo, enloquecía. Seguí caminando por aquella senda de la ciudad de Córdoba que por el horario, se encontraba imbuida de sombras. 
   Volví a llamar. 0-800 desesperación. 
  Harto de ese andar sin sentido -y después de blasfemar y una, y otra, y otra vez -pensé en volver al departamento. Quizá no me quería ya. Quizá su celular estaba apagado. O quizá... Quizá... No me sirve de nada seguir conjeturando sobre esto. Quizá mañana ella sea quien llame. El nuevo día traería respuestas... Quizá.