Luz de Invierno
La noche soplaba en la escasa hierba
de aquel sitio desolado. No había ningún otro movimiento. Desde hacía años en
el casco del cielo inmenso y tenebroso, no volaba ningún pájaro. Tiempo atrás,
se habían desmoronado algunos pedruscos convirtiéndose en polvo. Aquel sitio
desolado, oscuro, había sido su hogar por mucho, mucho tiempo. El hombre,
Alfred Sawyer, era solitario y de mirada dura. Cabellos negros como la noche y
una contextura física imponente.
Aquella tarde de junio, el frío se
había vuelto insoportable y él debía salir a cortar leña para la chimenea de su
vieja choza. En aquellas tierras, los árboles crecían durante la primavera con
una rapidez indecible, y luego, en invierno morían de una forma cruel. Era un
genocidio arbóreo. Alfred –que se había abrigado con pieles de oso para no
morir congelado en las afueras de su austera cabaña –iba con hacha en mano a
talar leña para la fogata. Habiendo terminado, el hombre volvía a su hogar. La choza
era simple pero acogedora. La había construido su abuelo hace varias décadas
atrás, cuando el lugar era un escondite perfecto de la guerra, pues igual que
en ese entonces, no era habitado por nadie, y las gentes de los pueblos
contiguos temían acercarse a esa zona por miedo de antiguas supersticiones e
historias de fantasmas y maldiciones que se habían propagado sobre esas tierras
y sus bosquecillos.
Alfred, que yacía ahí, calentándose
junto al fuego, pudo oír fuera un oscuro lamento. Era el viento, y a su vez,
algo más profundo. El sollozo lo llamaba. Él seguiría aquella música de la
noche. Estaba hechizado por toda esa bella malevolencia sonora. Salió de
su casa. Miró en derredor. Una figura pequeña y luminosa corría en la oscuridad
y se perdía en el bosque de árboles muertos. La música oscura, triste,
desoladora, no paraba de sonar. El canto se alejaba, pero él, percibía con
claridad cada nota. Corrió detrás de la
pequeña figura y se adentró en el bosque; allí los reflejos de luz proyectaban
sombras y la luna que era inmensa, cubría todo de un misticismo aterrador. En
un momento la pequeña figura luminosa se detuvo y Alfred pudo dar con ella. La
miró. Sintió un escalofrió recorrer todo su cuerpo. Aquel ser de luz, era una
pequeña niña.
–¡Niña! ¿Quién eres? –había dicho
Sawyer. –¡Habla niña!
La niña lo miró.
Alfred Sawyer, antiguo coronel del ejército,
retirado luego de un dudoso suceso que le involucraba en el asesinato de una
niña de 7 años, retrocedió. Aquella niña de intrínseca luz, avanzaba hacia él.
Lo escrutaba con avidez casi demente. Se acercaba. Sawyer, pese al frío,
transpiraba. Se acercaba. El fuego de su chimenea era sacudido por acción del
viento. Había escapado de un mal sueño. Una soga se trenzaba alrededor de su
cuello. Comenzaba a levitar en la sala de su propia choza. Miró hacia abajo.
Una preciosa carita le sonreía en forma burlona. Sus ojos verdes que se clavaban
en él, delataban que la venganza había sido consumada. No caminaría sobre la
tierra otra vez.