domingo, 27 de septiembre de 2015

Relato propio - El espejo y la daga

Había salido de trabajar cuando el sol se escondía. Llegué a mi casa cansado, con la cabeza gacha y la mente entre pensamientos que eran como páginas de un libro que nunca comenzó a ser escrito y que nunca acabaría de serlo. Me desvestí y me puse cómodo. Puse la pava y luego me hice un café. Comencé a leer “El Corazón Delator”. En la mesa otros libros me rodeaban y me pedían –Sí, ellos explícitamente me pedían y suplicaban –que los leyera; ahí se encontraba Crimen y castigo, de Dostoievsky; El túnel de Ernesto Sabato; El libro de arena y El aleph de Jorge Luis Borges. Leía lenta y delicadamente cada página de aquel cuento, saboreando cada palabra y sintiendo cada momento como si estuviese inmerso en él. Me sentía atrapado y no deseaba, por el momento, que nadie me liberara.
Cuando hube terminado mi tiempo de lectura, tomé mi campera, mis lentes, mi celular, mi daga de plata y un trozo de tela que había cortado esa misma mañana (Guardé ambos en el bolsillo de mi campera). Estaba decidido a hacer un acto de amor, pero primero era necesario caminar sin rumbo fijo, casi al azar (Sé que no existe el destino, pero tampoco puedo afirmar que los eventos de la existencia son azarosos) para tomar aire, mirar la ciudad y estar convencido de que quería realizar lo que, en efecto, tenía planeado hacer.
Salí a la calle y el viento gélido de la noche me envolvió acariciándome a cada segundo con las yemas de sus dedos invisibles. Caminaba y miraba las vidrieras, la ropa, los maniquíes, los electrodomésticos, los empleados. Armaduras de cartón forjados en la fragua de la irrealidad. Me dirigí hacia la peatonal siguiendo mi pseudo andar azaroso. Sólo quería caminar. Anduve entre la gente alucinada por la noche y me escruté en espejos, viéndome desde todos los ángulos, desde todas las formas, todos los colores, todas las profundidades. Me escruté en los espejos y los espejos se escrutaron en mí. Encontré un bar pequeño, ameno, austero, simpático. Entré.
El lugar –pequeño, austero, simpático, como ya lo he descripto –tenía en su entrada un cartel de madera que rezaba “Los Hermanos”. Más adelante una fila de mesas para dos personas se extendía paralela a la barra que –cercada de asientos individuales que la enfrentaban –mostraba un importante arsenal de bebidas cuya gran mayoría yo desconocía. El mozo que me atendió, que en principio pude divisar tras el incalculable arsenal alcohólico en la barra, era petizo, casi calvo –el poco cabello que le quedaba había sido invadido por una hueste de canas –rostro enrojecido en parte por el calor y en parte, seguramente, por la bebida y un bigote bajo la nariz, que pese a su gris, no evitó que yo pensase en Mario Bros. El mozo me saludó muy amablemente y me preguntó qué iba a pedir. “Una cerveza”, le dije mientras sacaba del bolsillo de la campera un cigarrillo. “Le traigo también un cenicero”, dijo Mario Bros mientras esgrimía una sonrisa paternal y cálida como la de un abuelo. Mientras esperaba al mozo y mi cerveza, saqué la daga de plata de mi campera, junto con el trozo de tela. Comencé a limpiar el primer objeto mientras observaba el grabado que había hecho en él mi padre décadas atrás. Cogito, ergo sum. Mi padre, un poeta olvidado de los bares de la ciudad de Buenos Aires, ciudad que yo recordaba con esa especie de resplandor onírico que siempre envuelve nuestros recuerdos infantiles. Mi padre. Cogito, ergo sum. Unas escenas recorrieron mi cuerpo rápido y con emoción.
Levanté la cabeza de encima de mi daga y su grabado y me encontré con que el mozo y mi cerveza llegaban hasta mí. Le recibí la botella, los vasos y un poco de maní. Le agradecí con una sonrisa cordial esperando a que el simpático anciano se retirara rápido. Una vez que Mario Bros se retiró, me serví un vaso y seguí pasando el trozo de tela sobre mi preciada daga. Al rato de haber comenzado a beber, guardé ambos objetos en mi campera y me dediqué a escuchar a dos hombres que estaban a mi lado.
Era una conversación de borrachos.
–Gracias –le había dicho uno al otro –la noche sería más oscura sin amigos como vos.
Intercambiaron cumplidos como “Hermano” e “Ídolo” algunos minutos. Observé que aquellos muchachos de verdad se amaban, pero no lo suficiente. Ningún ser humano –o casi ninguno –está preparado para hacer lo que se debe hacer por el prójimo. Quizá la humanidad lo ha sospechado desde un principio. Es imposible amar al prójimo tanto como a uno mismo. Cerré mis ojos y di el último trago a mi cerveza. Hice una seña al mozo y pagué la cuenta. Me despedí con una sonrisa y una palmada en el hombro de Mario Bros.
Se acercaba la medianoche y la imagen de Daniela atravesó mi mente como una estrella fugaz. Debía apresurarme e ir a visitarla. Me interné en las arterias de la ciudad y las recorrí con verdadera prisa. Yo amaba a Daniela. Nadie que opine lo contrario entiende de qué se trata realmente el amor. El clima comenzaba a notarse ya inestable; habría tormenta esa noche, en el noticiero lo habían anunciado. Llegué a su casa. Una pequeña casa de barrio, linda, acogedora, una casa de familia para ella sola. La había conocido un año atrás (Me refiero a Daniela, no a su casa) en un show de música. Comenzamos charlando sobre lo que teníamos frente a nuestras narices y los grupos musicales relacionados. Poco a poco, fuimos conociéndonos. Ella nunca me presentó a su familia, ni espero que lo haga. Sólo ella me interesa. 
Golpeé la puerta y al cabo de unos segundos, ella me abrió. No me dijo palabra alguna y saltó a mis brazos. Entramos y ella me preparó un té. Me dijo que estaba mojado “Tenés que dejar de andar por la noche de esa forma y de venir sin previo aviso” me había dicho. No le presté atención. Me acerqué para besarla mientras me daba la espalda, la abracé fuerte. Fui donde estaba mi campera y saqué el trozo de tela. Volví a ella y se la coloqué en forma de venda. Pude verla sonreír. Ella debía haber intuido que lo que venía era un acto de amor, un verdadero acto de amor. Volví hacia donde había dejado mi campera, empuñé mi daga y cerré los ojos. Ella no lo vería y yo no lo vi. No hubo testigos y lo que fue siguió siendo lo que era. No dejó de ser la demostración más grande de amor que un humano puede hacerle a su semejante. Sin verla, salí de la casa. Ya estaba hecho y yo lloraba de alegría. 

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